Capítulo I
Corlárida
“El precio de la independencia puede ser, en ocasiones, una constante vigilia ante los numerosos peligros provenientes del caos exterior”.
Chakyn Chakiris.
(Los riesgos de los esquemas repetitivos de seguridad)
Tres solitarias figuras caminaban trabajosamente, presintiendo cuán cerca, después de tan arduos esfuerzos, se hallaba su objetivo, el país de la estirpe Corlárida. Desconocido pueblo del cual pretendían obtener la ayuda necesaria no solo para vencer al Conde Alexander Von Hassler y sus temibles aliados los Koperian, sino para salvar su marino mundo, Sillmarem, y al resto de la raza humana.
Se encontraban en lo más profundo de las tierras vírgenes. Más allá se expandía lo ignoto, lo desconocido e inexplorado. Ninguna carta astral poseía datos fidedignos y contrastados de aquella zona ubicada en las fronteras del planeta Ankorak, sede de los exploradores Triterian y último punto de contacto con las civilizaciones humanas. A la cabeza del grupo, Nika Corintian, experto explorador y viudo consorte de la que fuera la última regente del Imperio de las dos águilas de platino, Rebecca Svetlana Portier Sillmarem, prima del actual señor de Sillmarem, asesinada junto a su protegido y legítimo heredero del Imperio, el príncipe Umasis. Su propio hijo se hallaba bajo la tutela de los Itsos, y su futuro se le antojaba inalcanzable, como el azulado sol que los iluminaba en aquellos instantes. A su lado, Noah Salek, magister—tutor del señor de Sillmarem, le seguía trabajosamente el paso de marcha, sin ninguna queja, en silencio. Hombre respetado por su profunda sabiduría y belleza de espíritu, se preguntaba cómo sería aquel pueblo del que hablaban algunas leyendas, si es que existía. El último de la fila, con paso lento y ayudado por un largo cayado, Dhalsem Tagore, maestro de artes mentales de los Delphinasills de Sillmarem, estudiaba con interés el paisaje que se extendía a su alrededor. En verdad, con sus interminables cortinas puntiagudas de cristales celestes, les recordaba lo ilimitado de su ignorancia para con aquellas tierras. Es fascinante cómo hasta en los lugares más inhóspitos, la fuerza de la belleza se abre paso silenciosa pero tenazmente, reflexionó mirando alrededor. Presentía que estaban cerca del final de su búsqueda, la estirpe Corlárida.
—Extraño paraje, sin la menor duda —susurró Salek estudiando con interés el singular paisaje desplegado frente a ellos.
—Y no por ello menos hermoso —matizó Dhalsem.
—Cierto, de una belleza tan extraña como atrayente para nuestros ojos —asintió Nika recorriendo con la mirada aquel enigmático territorio.
—Se respira paz en este lugar —observó Salek—. La necesidad de los nuestros parece algo tan lejano. ¿Estáis seguros de que es este el final de la ruta señalada por el Itso?
—Es este, de lo contrario, seríamos advertidos —aseguró Nika echando mano de su cantimplora para beber un largo trago de agua.
—Esperemos que sea así.
— ¿Y qué esperamos encontrar aquí, maestro Salek? —preguntó Nika.
—En este lugar tan alejado de la mano del hombre… respuestas, y puede que hallemos la solución para vencer a los Koperian. De ser así, nuestro viaje no habrá sido en balde.
— ¿Y si no es así? ¿Y si solo encontramos ruinas y piedras? —insistió Nika tomando otro largo trago de agua.
—Volveremos para ayudar a los nuestros en sus horas finales —sentenció con resignación, Salek, muy consciente del profundo dolor que pesaba en el ánimo de Nika por la pérdida de su amada Rebecca.
—Los Itsos no nos habrían indicado este lugar si no hubiera de por medio un propósito muy concreto —señaló Dhalsem.
—Puede ser —dijo con acento de duda, Nika.
—Sigamos adelante y obremos con cautela.
—Parece que por aquí hay un sendero —añadió Nika señalando un camino entre las rocas.
En el horizonte, con la caricia del astro azul, se reflejaban los cristalinos destellos del rocío matinal; la mano del viento exhalaba su gélido aliento sobre las cumbres. Caminaron circundados por la protectora fuerza de la naturaleza virgen, de su paz y de su luz, de sus sombras y frescor con interminables juegos del agua y el viento embriagando con penetrantes fragancias sus sentidos. Nika se calentó las yemas de sus manos con su aliento.
—Fascinante… —susurró Dhalsem.
Descendieron con paso tranquilo, sin dejar de otear a su alrededor con una mezcla de incertidumbre y curiosidad, hasta encontrarse en lo que les parecieron los desiguales contornos de un estrecho lago congelado. Su superficie pulida reflejó sus cuerpos con una nitidez semejante a la de un espejo. Lo que en un principio tomaron por hielo, les sorprendió en cuanto la desnuda mano de Nika acarició, tras despojarse de su guante e inclinarse de puntillas, la pétrea materia de aquel inusual lugar. Comprobaron, para su sorpresa, que emanaba un suave calor, quebrantando los más básicos conceptos de la física que conocían.
—Esto desprende calor, ¿cómo es posible? ¿Qué tipo de fenómeno…?
Antes de terminar la frase Nika se cayó sobre sus codos, sobresaltado, al percibir, al igual que Dhalsem y Salek, cómo tres perfiladas siluetas luminosas emergían de las profundidades de aquel bruñido material. Tal fue su miedo inicial, que con un rápido gesto adquirido con la experiencia de muchos años de práctica, desenfundó su subfusil, disponiéndose a repeler cualquier amenaza.
— ¡Detente, son centinelas Corláridas! —gritó Dhalsem interponiendo su cuerpo entre Nika y las siluetas de aquellos seres, las cuales, entre temblores, fueron adquiriendo más definición, consistencia y forma, para finalmente mostrar la impactante imagen de sus cuerpos.
Era la primera vez que unas pupilas humanas podían ver a esas criaturas, tan míticas como desconocidas.
—Entonces es cierto —susurró Salek casi paralizado por la sorpresa. Apenas acertó a pronunciar ninguna palabra más, embriagado por una tremenda curiosidad, por comprender y conocer a tales seres.
— ¡Baja tu arma, Nika!
—Pero, ¿y si son hostiles?
—Querido amigo, por nuestro propio bien, haz lo que te pide —aconsejó Salek con suave firmeza.
—Ellos pueden pensar lo mismo de nosotros, con la diferencia de que aquí los intrusos somos nosotros y estas son sus tierras —advirtió Dhalsem con rapidez sin perder ojo al trío de enormes figuras que les observaban, apuntándoles con sus lanzas.
Al sentirse amenazados adoptaron una posición defensiva, iluminándose las rosadas ramificaciones de energía que recorrían sus cuerpos, con intensidad. La punta achatada y circular de sus lanzas de luz, se replegó sobre sí, dejando entrever la aguzada forma de su punta, escupiendo un rosado y cegador destello de advertencia. Un solo movimiento en falso y morirían. Una ráfaga de esferas de energía azul comenzó a girar formando un anillo alrededor de la punta de su arma, cada vez más y más deprisa.
—Baja tu arma, Nika, o moriremos todos.
Esta vez, el tono con que pronunció esas palabras no admitía ni la más mínima duda.
Nika dejó caer su arma, percibiendo cierta familiaridad en la forma de actuar de los Corláridas y los Itsos, pero con significativas diferencias. Por unos segundos, que se le antojaron eternos, nadie se movió, hasta que pasado un lapso de tiempo prudencial la punta de lanza de los Corláridas dejó de brillar, aunque aún se mantenía apuntándoles como advertencia. Dos de los guerreros Corláridas los rodearon, siempre apuntándoles con sus armas, hasta que el que parecía ser el centinela de mayor rango les ordenó seguirles con un imperativo gesto. Salek asintió en silencio, ayudando con un gesto claro y preciso a Nika a erguirse y seguir camino. Este trató de recuperar su arma, pero desistió en cuanto sintió cómo la férrea mano de Salek presionaba su brazo con una fuerza que jamás hubiera supuesto en un hombre de su edad. Con el rabillo del ojo, Nika se percató de cómo la parte inferior de la lanza de uno de sus guardias tocaba la culata de su subfusil, transmutando su composición molecular y absorbiendo su oscura materia sin dejar ni el más mínimo rastro del mismo.
Avanzaron con cautela bajo la mirada de sus guardianes por un estrecho camino que los llevaba al camuflado acceso de lo que más tarde averiguarían era el último reducto Corlárida. El primero de sus guardias atravesó una blanquecina pared rocosa de granulosa estructura con vetas rojizas de oxido de hierro. Con un cortante gestó les ordenó que siguieran su paso sin más dilación. Salek deglutió, y se animó a seguir su ejemplo comprobando cómo la solidez de aquel muro desaparecía para, en solo un par de pasos, verse al otro lado. Dhalsem apareció junto a su hombro izquierdo. Por su parte, Nika repitió la operación, golpeándose con la dura roca para su sorpresa. El último centinela activó su lanza. Solo así pudo comprobar Nika cómo se podía atravesar aquella barrera natural. Se acercó a Salek y Dhalsem contemplando maravillado lo que albergaba el interior del valle que se abría a sus pies.
Blanquecinos anillos unos, translucidos otros, lechosos círculos irisados superpuestos de mayor a menor tamaño, formaban armónicas ondulaciones, extendiendo un intrigante océano de sinuosos relieves. Algunos se asemejaban a gigantes caparazones de caracol enterrados sobre la superficie, vertical y lateralmente. Formas circulares que se enlazaban para perfilar un mar congelado en el tiempo a punto de derramarse a los cuatro vientos.
—Esto es… increíble —dijo Nika, incrédulo.
Ambarinos destellos de luz parpadeaban sobre sus lustrosas superficies, como cadenas de luminosos diamantes etéreos. Iniciaron el descenso por una escalera que accedía directamente al interior de los recintos de aquella exótica ciudadela. A medida que avanzaban, Salek pudo comprobar que los escalones se iluminaban para, después de su paso, desaparecer. Eran bloques de luz sólida, conocidos por sus creadores como «solod», aunque esta información la averiguarían más tarde. Los Corláridas eran profundos conocedores de la ciencia de la luz y de la memoria del agua y sus múltiples propiedades.
Mientras continuaban camino, observaron cómo parecían, caminar en algunos tramos sobre la nada, viendo, no sin cierto vértigo y aprensión, el vacío que se abría a sus pies. Los solod, tras su paso, desaparecían dejando solo aire, un tenue rastro de su imagen en la memoria de sus pensamientos, y nada más. En la parte final de su recorrido parecían seres flotando en el aire hasta que, por fin, penetraron en uno de los vestíbulos del interior de la ciudadela. Allí comprobaron, para su tranquilidad, la solidez y firmeza del terreno bajo sus pies.
— ¿A dónde nos llevan? —preguntó Nika.
—Tengamos paciencia, pronto lo averiguaremos —susurró Salek.
El primero en percibir los matices diferenciadores de aquella exótica cultura, tras cruzar algunos pasillos, fue Salek. Vio que las paredes, arcos y ventanales representaban ascendentes abstracciones de acuáticas cascadas a punto de derramarse sobre sus cabezas, así como estilizados reflejos de estrelladas luces, junto a los distintos estados y formas que podía adoptar el líquido elemento. Observaba todo, maravillado, sopesando innumerables posibilidades e hipótesis en su cabeza. A su lado, Dhalsem le seguía muy de cerca, apreciando remates decorados de sinuosos círculos y de verdosos vegetales translúcidos, con superpuestas imágenes de fondo.
Tras percibir el significativo gesto de uno de sus guardianes, Dhalsem se situó sobre un aro de luz, a su vez rodeado de luminosas aristas para, tras un cegador resplandor, verse trasladado a lo que parecía ser uno de los lugares más apartados de la ciudadela. Pronto sintió un silencio casi mágico. La atmósfera de aquel lugar sumergía su mente en una gozosa quietud de observancia. Se hallaba en un santuario, aunque no sabía a quién pertenecía.
Una suave melodía acarició sus oídos, penetrando en lo más profundo de sus seres, despertando nostálgicas sensaciones de plenitud y pureza de tal belleza que, por unos instantes, les paralizó, incapaces de deshacerse del hechizo de sus acordes.
—Jamás pensé que algo así fuera posible —susurró Salek.
Enmarcada por tres abanicos de radiante luz, una azulada crisálida brotó del suelo, casi intangible, al tiempo que se desprendían en derredor dos pétalos de finísimas ondulaciones líquidas que, al desplegarse, mostraron al ser que protegían y guardaban en su interior: La gran reina Corlárida.
—Sed bienvenidos, extranjeros, a la tierra de Corlaria. Así es como nosotros conocemos a nuestro mundo.
Su voz poseía un acento que les era por completo desconocido. El planeta de la estirpe Corlárida se llama Corlaria, reflexionó Salek tratando de asimilar aquel torrente de nuevas imágenes y sensaciones, sin poder apartar la mirada de la incomparable silueta de la reina Corlárida, señora de aquel lugar y de sus gentes. Su mirada parecía capaz de ver qué intenciones albergaban en lo más profundo de sus corazones.
— ¿Habláis mi idioma?
—Así es, extranjero —contestó con gentileza aquella criatura no del todo humana, pero tampoco tan distinta.
Dhalsem y Nika se inclinaron profundamente impresionados por aquella increíble presencia, pero lejos de sentir miedo, una indefinible sensación de bienestar despertó, aún más si cabía, sus ganas de comprender y conocer a aquella criatura.
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