~ Lola Mento: La triste historia de Lola~
Carolina Iñesta Quesada
Se dejaba la piel en las duras y mefíticas sábanas, invocando el cuerpo desnudo de su amor. Lo invocaba tan fuertemente que conseguía encontrar, entre la oscuridad del inhóspito cuartucho, un torso duro y transparente que palpar en aquellas largas y fatigosas noches.
La primera sensación de cada nuevo día era el despertar sobresaltado que le causaba la imagen desconocida que le devolvía el espejo, malintencionadamente colocado frente a la cama. Su fría luna dibujaba su piel de sirena morena como un óleo desgastado que irremediablemente iba perdiendo toda la luz y color por los que destacó en sus días de gloria, cuando vivía en España, cuando era una jovencita contestona, mimada y bien protegida en casa de sus padres. Antes de conocerlo a él. Antes de huir de la espantosa felicidad que él comportaba, de la serenidad que él iba a traer a su vida y a su Visa.
Aún estaba lejos de la treintena y en su rostro solo quedaba el recuerdo de una imagen anacrónica de su mejor juventud. Ahora, en un momento de lucidez y arrepentimiento, pedía perdón por permitirse destrozar su propia vida, y su imagen le pedía perdón por quedarse mirando.
Descubrió dos hundimientos morados desde sus ojos hasta sus mejillas. Los había visto en otras personas, pero en ella jamás habían existido. Y así, cada mañana, se veía ahogada en el silencio de su propia desolación, incapaz de encontrar su propia voz, su propio acento, en el país polvoriento del miedo.
Se colocaba rápido un trapo de un naranja descolorido que un día fue un vestido escotado, ceñido en la cintura, que ahora parecían jirones. Metía improvisados utensilios de aseo en la bolsa y salía rápido de aquel barrio de ojos curiosos y lenguas ávidas. Solo entonces se proponía comenzar a respirar.
Al pasar por delante del burdel escuchó, como cada mañana, la risueña bienvenida de Adela Corazón. Adela era la señora de la singular casa, una mujer de belleza madura que aún conservaba la frescura y el valor de la juventud. Respetada, pese a su negocio, en todo el pueblo y alrededores por su alegría contagiosa y su buena disposición para vender un toque de felicidad a la vida de cualquier necesitado. La leyenda de su bondadoso corazón se había subido a los barcos atracados en el puerto y cruzaba el océano rumbo al antiguo continente tatuada en los brazos de los marineros.
A cambio de collares de minerales tallados, Adela le ofrecía un bien avenido desayuno y su impagable conversación que conseguía arrancarle las primeras sonrisas y comenzaba a ver su rutina de otra manera. Adela recordaba siempre su propuesta de trabajo y de una cama decente, una decisión que no hubiera sido desacertada. La mujer disfrutaba como una adolescente contándole sus anécdotas, sus artes y sus milagros como si nunca hubiera sufrido ninguna penalidad en su mundo de compra-venta de cuerpos y sentimiento fingidos, como si el corazón y la alegría de Adela fueran indestructibles.
Pero la aún inocente Lola estaba muy lejos de todo eso. El amor estaba muy lejos del teatro de amar con asco y sonreír, de alquilar ilusiones, de intentar compartir lo mejor de ti con el vacío. No después de haberse sentido como una reina de la felicidad, llena de halagos nacidos de la magia que podían hacerle botar el corazón y erizar toda su piel. No después de conocer al amor que le entregó la casualidad cuando otras personas se pasan la vida buscándolo; pero al que ella abandonó.
Después del desayuno, Adela la ayudaba a asearse y a aplicarse un toque de coquetería con el que podía salir, por fin, sonriente y transformada, hacia el abarrotado mercado. Y así de fresca y esplendorosa la veía llegar su jefe, dispuesta a comenzar la jornada. Alí era un inmigrante turco lleno de misterio, consejos y sabiduría que lucir en un pueblo donde nadie conseguía seguir su conversación sin arrepentirse de no haber ido a la escuela.
El turco ponía todo su amor en cada roca y mineral que exponía a la venta en su pequeño puesto de mercadillo. Conocía de qué elementos estaba formada cada una de sus bellas piezas, bajo que procesos… Solo Lola demostraba un curioso interés en cada disertación del turco y entendía todas las palabras.
Para él, ella no era sólo una empleada, era una descarga para su espíritu de profesor frustrado, una hermanita a la que enseñar y proteger. Y ella pasaba razonablemente feliz las horas del día, absorbiendo la sabia perorata del turco, cambiando cultura y paisajes árabes por costumbres españolas y haciéndose partícipe día a día de las historias mundanas de compradores y curiosos para corroborar lo insignificante que es el alma humana y todo lo que tiene que trabajar el corazón en un pequeño pueblo seco de sol y de sal, sin ilusiones ni esperanzas.
Pero, al caer las primeras sombras, volvía a oprimirle el pecho la idea de volver sola a su escondite, como un animalillo asustado y huidizo en la noche. No se atrevía, siquiera, a decorar ni dar un toque personal a su chabolita de barro y adobe, esperando salir de allí pronto.
La noche era recuerdo, arrepentimiento y, finalmente, desolación.
continuara...
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