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viernes, 6 de mayo de 2011

Lola Mento: La triste historia de Lola - Carolina Iñesta Quesada ( parte 2 )


2a parte de "Lola Mento, la triste historia de Lola":
Carolina Iñesta Quesada
Según se rumoreaba en la plaza y en los cafés, ella misma se sentenció a esa rutina sin escapes. Las gentes del pueblo la miraban con la distancia y la compasión con que se mira a una princesa en harapos. Sólo Adela Corazón y el turco conocían la verdadera historia del momento de desesperación ciega que la llevó a dejar su acomodada vida en España y aventurarse a un mundo de paz y pequeñas cosas, donde la gente vive feliz en su presente lejos de las expectativas inalcanzables y de las presiones sociales y familiares atronadoras. Pero el precio que tuvo que pagar por eso momento de agobio arrollador fue insoportablemente alto: abandonar ese amor que jamás pensó que encontraría, ni siquiera que existía, y que nunca más volvería a encontrar.
La presión de los estudios, sumada a la presión impuesta por sus padres, hicieron que Lola lo dejara todo atrás: carrera, pareja, futuro… y se aventurara a gastar sus parcos ahorros en un billete de ida hasta aquel pequeño pueblo, elegido en el mismo aeropuerto, al azar.
Una súplica de trabajo en los puestos del mercado había bastado para provocar la risa y el desprecio general, pero el turco se apiadó de la princesa extranjera. Le ofreció trabajar junto a él, y nunca se arrepintió, pero una profunda pena por ella crecía en su corazón. Una hermosa chica con su formación, abrasándose junto a él en su pequeño puesto de mercadillo. La vida no le deparaba ese destino, el turco lo podía sentir.
Un vistazo casual el periódico, casual, como toda oportunidad que aparece en la vida, cambió el destino de Lola. Al fin iba a comenzar a ganarse la vida un poco mejor, y sin tener que pasar por la nómina de casa de Adela.  Lola iba a ser recepcionista en el nuevo complejo de resorts “todo incluido” que estaba dando trabajo a medio pueblo y destruyendo sus hermosas playas vírgenes.
Parecía que la alegría había vuelto momentáneamente a su apariencia y a su rostro. Embutida en su uniforme, plantada delante del ordenador, miró a ambos lados. Era tarde, ningún cliente rondaba la recepción. Quizá pudiese usar ese cacharrito… La simple nota que dejó a sus padres no era justa ni suficiente.
Enviaría noticias suyas a España.
Los llantos de su madre casi traspasaban la pantalla, transformados en letras desordenadas y tecleadas rápido en parcos e-mails, llenos de dolor y confusión. ¿Qué habían hecho mal?, se preguntaba, como todos los padres hacen alguna vez.
“¿Mando noticias a Daniel?”, le preguntó su madre enseguida. Daniel… aquel que había sacrificado en su huida loca y desesperada. Aquel a quien juró que no podría amar a otro… Y a ningún otro había conseguido amar, por más encuentros que Adela le había tratado de concertar. A Lola se le habían secado los sentimientos con el sol y la sal de ese pueblo.
Noticias a Daniel… ¿Qué le podía decir? ¿Qué le podía explicar?... No había sido por su culpa, pero él no lo sabía y… pensando que Lola también huía de él, había rehecho su vida. No podía creer las palabras de su madre. Daniel no juraba en vano, no era un chico fácil, no era promiscuo, no era embustero… No podía haberse olvidado así de ella, tras suspirar al unísono de amor. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Ella lo abandonó sin explicación. Todo era culpa suya, pensaba Lola, no sin razón.
El siguiente mail de su madre trajo noticias que atenazaron sus nervios y estrangularon su esófago: Daniel acudía a verla. En breve estaría en el pueblo.
El desmayo ligero que sintió nunca en la vida lo había experimentado.
Daniel había rehecho su vida, ¿qué hacía allí? ¿Qué venía a buscar? No estaba segura de cómo iba a reaccionar al volver a verlo. No quería que nada rompiera su tranquilidad… y, además, ¿por qué notaba algo misterioso en el mail de su madre?
Denotaban esas palabras una amenaza en lugar de una esperanza, una advertencia velada, una sensación de material preocupación… ¿Había algo que Lola no sabía y debía saber?
Muy pronto lo descubrió:
Se le cortó la animada conversación que mantenía tras el mostrador del hotel, se le secó la sangre dentro de su azul uniforme, cuando al fin vio a Daniel llegar a su recepción. ¡Cómo había cambiado! Había perdido algo de la luz de su juventud y Lola temió que parte de la culpa sería suya o toda… No, toda no. Había un motivo más: Daniel, vestido como el mejor cliente, apareció seguido por una mujer, más que una mujer, un clavo de hielo en el corazón. Los mozos que rodeaban a ambos arrastraban sus maletas… de viaje de novios. Daniel se había casado. E, indolente, había dicho a su nueva mujer que ver allí a Lola había sido una tremenda casualidad. Por última vez se le cruzó en la vida la casualidad.
¡Quería decirle tantas cosas! En cambio, miró un momento la cara de inocente felicidad de su esposa… y calló. No era justo. Ya no.
Esa noche, en el nuevo cuarto de servicio que Lola compartía con sus compañeras en el hotel, pensó en todas las mentiras que había tenido que escuchar tras el mostrador, tanto de su boca propia como de la de él, mientras una recién casada poco avispada sonreía al marido que para Lola no pudo ser.
¿O quizá aún había esperanza?
Lola no soportó la idea de comprobar que no. No soportó la idea de sonreír fingida mientras los veía reír, cocktail en mano, en la piscina del resort, o bailar juntos durante las fiestas que organizaba la animación. No quería saber, siquiera,  que cada noche, ante sus narices, subirían, abrazados, a su nupcial habitación, dándose los pequeños besos suaves que un día a ella Daniel le dio. ¿Por qué le hacía aquello? ¿Por qué lo había de soportar? 
Lloró por Adela y por el turco. Quizá su lugar debió quedar junto a ellos, quizá en las pequeñas felicidades que ellos le ofrecían sí hubiera encontrado una oportunidad.
Pero ya era tarde para todo.
Esa noche, por primera vez, no acudió el torso duro con el que aún seguía soñando. Lola no quiso dormir, ni esperar despierta, ni llorar más. Tantas lágrimas hinchaban su garganta que recordó los tiempos en que dejaba de respirar hasta que se proponía volver a hacerlo. Y nadie pudo hacer nada por la muchacha que escapó del amor.
FIN

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