Unumgel
“Cuanto más sofisticada es una civilización, más sofisticadas se vuelven sus formas de violencia, no siendo por ello menos crueles o destructivas”.
Dhalsem Tagore.
(La ciencia debe discurrir acorde con la evolución del espíritu)
La reina Corlárida era en verdad un ser de excepcional belleza. En la frente llevaba incrustada su gema–mente, de la cual, según las leyendas, guardaban las ideas, experiencias, conocimientos, sensaciones y emociones de incontables generaciones de Corláridas. Salek pudo observar cómo diminutas piedras circulares, de mayor a menor tamaño, lucían también incrustadas en la piel de sus pómulos, formando una delicada y hermosa hilera que nacía en sus sienes, desfilaba por sus blanquecinos pómulos, para terminar de unirse en la barbilla. Un refulgente brillo otorgaba a su rostro un enigmático toque de luz, casi espiritual. A sus espaldas, los centinelas de la reina lucían una armadura transparente fabricada de un desconocido cristal, mostrando azulados vasos de su energía vital. A un discreto gesto de la reina, los dejaron a solas. No, nos teme, pensó Salek. La reina le brindó a Salek lo que le pareció una sonrisa. Este le devolvió la sonrisa con una ligera inclinación de cabeza.
—Por favor, sed mis huéspedes y acomodaos —invitó la reina alzando al mismo tiempo, con un grácil gesto, los finos dedos índice y pulgar de su mano derecha, para acto seguido modificar la configuración física de aquella estancia, permitiéndoles no solo disfrutar bajo una transparente cúpula de la inmaculada serenidad del brillo de las constelaciones que saturaban los cielos de aquel lugar, sino de la comodidad de elegantes asientos surgidos del suelo, adaptándose perfectamente a la anatomía de sus cuerpos. Los tres se miraron conscientes de que no olvidarían aquella experiencia en lo que les restase de vida.
—Mi más profundo agradecimiento por vuestra hospitalidad para con unos desconocidos de otra raza y otra tierra muy lejana —agradeció con sinceridad Salek—. Yo me llamo Noah Salek, y estos son mis amigos, Dhalsem Tagore y Nika Corintian. Venimos de una tierra muy lejana, de un mundo marino conocido como Sillmarem y quisiéramos…
—Sed bienvenidos. Para nosotros cada miembro de cada raza implica una riqueza y una posibilidad de compartir y aprender nuevos conocimientos y senderos del saber y… decidme, ¿cómo habéis sabido de la existencia de este lugar tan remoto para vosotros?
El semblante de la reina fue un poco más serio. Ninguno pasó por alto las implicaciones de aquella pregunta. La seguridad de su anonimato era fundamental para su supervivencia. No sin cierta inquietud, Salek sopesó no solo la posibilidad de salir de allí, sino la de salir vivos.
—Los Itsos.
La respuesta de Salek fue tan escueta como aclaratoria.
—Entiendo. Entonces debe haber un motivo de especial importancia para vos que os ha obligado a emprender tan largo y peligroso viaje.
—En efecto, así es. Venimos en busca de una respuesta, de una forma para salvar a nuestro pueblo.
—Lamento deciros que somos lo poco que queda de un pueblo ya en decadencia, que en su día conoció momentos mejores de esplendor —afirmó con humildad la reina.
—Cuesta creerlo, mi Dama.
—Observad a vuestro alrededor, quizás mis palabras estén de más —ofreció con melancolía la reina Corlárida—. Este es un mundo no carente de belleza, pero es duro para vivir. Los últimos vestigios de mi pueblo hemos decidido terminar nuestros días aquí. Pocas formas de vida han logrado sobrevivir en la superficie del planeta. Solo en nuestros helados océanos la vida rebulle tras sus gruesas capas de hielo, únicamente en las temporadas de más calor algunas se derriten, mostrando los tesoros de su interior.
—A mi humilde entender, Alteza, no es suficiente para que podáis sobrevivir. La energía parece escasa por estas tierras.
—No os falta razón, maestro Salek. Nuestro azulado sol es pequeño y frío en comparación con los vuestros. Aun así, poseemos nuestros «caral». Son concentradores de energía.
— ¿Concentradores de energía?
—En síntesis, son unos dispositivos que permiten atraer hacia su interior toda la luz que captan del sol, concentrándola y transformándola en energía pura.
— ¿Os alimentáis de energía pura?
—En algunos aspectos, nuestra morfología es idéntica a la vuestra. En otros hemos evolucionado para poder adaptarnos a esta nueva forma de asimilar energía —explicó con sencillez la reina.
—La energía crea energía.
—Cierto.
—Vuestros cuerpos captan la energía del sol, como el resto de las criaturas —indicó Dhalsem.
—Es una especie de fotosíntesis humana, pero de mayor potencia, ¿me equivoco? —preguntó Salek.
—Ese es un ejemplo sencillo pero adecuado. Simplemente lo hemos adaptado para nuestras necesidades orgánicas.
— ¡Increíble! Entonces no padecéis enfermedades, ¿o sí? —curioseó Salek despertando una sonrisa en las suaves facciones de la reina.
—Hace siglos que no, pero también morimos, al igual que vos.
—Tiene su lógica —susurró Salek más para sí mismo que para los demás.
—Hubo un tiempo en que nosotros también éramos fervientes amantes de la lógica —aguijoneó, para sorpresa de Salek, la reina.
—No os entiendo, mi Dama.
—También fuimos humanos, pero en nuestra evolución aprendimos que la lógica falla porque es, simple y llanamente, limitada, porque no lo controla todo y mucho menos un universo en constante movimiento con procesos de transformación de energías —afirmó con seguridad la reina.
—Sorprendente filosofía.
—Decidme, por favor, ¿qué puedo poseer yo que os pueda interesar? —preguntó la reina cambiando bruscamente el tono de la conversación.
—La solución, una solución… —balbuceó Salek un tanto desconcertado por los derroteros de aquella salida de su anfitriona.
— ¿Una solución? ¿Para qué? —preguntó la reina Corlárida, intrigada.
Salek le explicó quiénes eran y a qué mundo pertenecían. También quién era el Conde, el elixir que había fabricado, sus anhelos de conquista y exterminio de la raza humana, cómo le habían ayudado los Koperian, lo desesperado de su situación en Sillmarem y, por último, la forma en que los Itsos le habían indicado la existencia de un pueblo capaz de vencer a los Koperian.
—Sin vuestra ayuda no podremos vencer a los Koperian, y como consecuencia no podremos vencer al Conde. No podemos vencer a dos enemigos a un mismo tiempo, pues nada sabemos de este extraño pueblo —terminó por decir Salek—. Si vos pudierais…
—Yo no puedo. Nadie puede —sentenció la reina para consternación de los allí reunidos.
—Entonces, todo está perdido —susurró Nika lanzando una afligida mirada a Salek.
—No he dicho eso —se anticipó la reina.
—Pero…
—Maestro Salek, decís que ese humano al que conocéis como el Conde, ha sellado algún tipo de trato con los Koperian.
—En efecto, así es.
—Debéis saber que los Koperian son un pueblo de utilitaristas hasta unos extremos que ni siquiera podéis imaginar. Si han accedido a pactar con el Conde es porque les interesa. En el momento en que obtengan lo que buscan, le someterán a él primero, después esclavizarán al resto de la raza humana para, a continuación, adueñarse de los recursos planetarios que poseáis. Esa es su forma de proceder, y lo harán mientras les sea útil y beneficioso. Una de sus máximas es que todo es aprovechable, incluso la muerte.
—Entonces es el fin —sentenció un abrumado Nika.
—Pare vencer a un enemigo, debéis primero conocerlo, y para ello que mejor que retornar a sus orígenes y saber quiénes son y qué son capaces de hacer.
—Y, ¿cómo…? —intentó preguntar Salek.
—Sí. ¿Cómo? —interrumpió Dhalsem escuchando con atención.
Nika, a su lado, observaba con atención a la reina.
—Os mostraré los orígenes de los Koperian, que son los mismos que los de los Itsos y los de mi pueblo.
—Sus orígenes, pero, ¿son humanos? No creo que…
—Vuestra amenaza no es ya solo una amenaza que os afecta a vos solo, sino a todos nosotros. Es solo una cuestión de tiempo. Les creímos extinguidos hace mucho tiempo… nos equivocamos.
No había la más mínima expresión de dulzura en su rostro cuando pronunció estas palabras. La reina Corlárida se alzó haciendo gala, una vez más, de esa enigmática aura etérea que parecía emanar por cada centímetro de su hermosa y delicada silueta para, con un elegante movimiento de su majestuoso porte, aproximarse a lo que parecía ser un tipo de mesa transparente con forma ovoidal, alargada por sus redondeados y brillantemente pulidos extremos de cobalto. La intensa mirada de Salek observó su centro, del cual partía una fina y estirada varilla de traslucido material que, en la parte superior, sostenía un aro circundado por símbolos y sutiles dibujos Corláridas.
Un repentino resplandor brotó a su alrededor en cuanto la gema–mente de la frente de la reina proyectó un sinfín de hilos de luz rosácea. Uno de estos se deslizó con cierta lentitud a la derecha de aquella superficie pulida, extrayendo lo que se asemejaba a una especie de piedra líquida como el mercurio, pero formada por algún tipo de material parecido al cristal que, como si fuera hielo, se solidificó adquiriendo distintas formas geométricas. La piedra de luz se elevó y situó en el hueco del aro de la varilla de cristal, siendo atravesada por los hilos de luz de la gema–mente de la reina. Salek contuvo la respiración. El círculo de sus pupilas desprendió un intenso fulgor energético que impresionó profundamente a los tres visitantes. Jamás habían pensado que algo semejante fuera posible. Solo un segundo más tarde, tres enormes ventanas circulares de luminosos colores se materializaron, mostrando un sinfín de imágenes que aparecían y desaparecían a vertiginosa velocidad. Por la expresión concentrada de sus facciones, Salek dedujo que la reina buscaba un tipo de imagen–información en concreto. Dhalsem, Nika y Salek cruzaron una mirada de comprensión, decidiendo aguardar en silencio. Todo aquello debía tener un motivo muy específico, una finalidad fundamental para su enigmática anfitriona.
En ocasiones, alguna de las luminosas ventanas circulares giraba sobre sí misma dividiéndose en dos ventanas más pequeñas y, a su vez, cuando era necesario, en otras tres o más, mostrando nuevos flujos de imágenes para, pasado un tiempo, recogerse y volver a mostrar un único caudal cuando la reina lo estimaba oportuno. Llegó un momento en que Salek llegó a contar hasta veinte de aquellas ventanas de información tridimensional. Cuando menos lo esperaban, con un súbito gesto, tras haber localizado y obtenido lo que necesitaba, las ventanas desaparecieron tras absorber con su gema–mente la información buscada. Después, la varilla de cristal se hundió sobre la mesa tras cortarse el haz de luz de su gema—mente. Otro suave gesto de sus dedos y la piedra de luz se desplego, fundiéndose sobre la superficie de cristal, difuminando por último sus redes de luz incandescentes. La reina abrió la palma de la mano, absorbiendo la mesa cuyas formas se diluyeron en una nube de energía que terminó por unirse a las yemas de sus dedos sin dejar tras de sí ni el más mínimo rastro. Una estupefacta expresión asomó en las facciones de Salek y sus compañeros de viaje.
—Esto es algo inaudito —susurró Nika hondamente asombrado.
Aquella enigmática criatura de arrebatadora y mística belleza se acercó, despertando en su interior las más profundas e indescriptibles emociones. Con solemne gesto extendió su blanquecina mano derecha tras reactivar su poderosa gema–mente, reflejando una cegadora estrella de líneas de luz sobre la palma de su mano, que a su vez desvió un rayo de luz, penetrando en cada frente de los allí reunidos. La voz de la reina, acompañada de nítidas imágenes ancestrales, inundó los pensamientos de Salek y sus amigos, iniciando la narración de los orígenes de los pueblos primigénikos: los Koperian, los Corláridas y los Itsos y el origen de la sustancia oscura conocida entre ellos como erud, principal causante del cisma de aquellas antiguas y enigmáticas gentes. En sus mentes resonaron las aterciopeladas e hipnóticas palabras de la reina:
—He aquí los orígenes de mi pueblo, de los Itsos y los Koperian. Hubo un tiempo en que nosotros también fuimos humanos. Nuestras raíces se remontan a un antepasado común, los pueblos primigénikos. Estos eran, a su vez, los descendientes de una colonia perdida de diez mil habitantes originarios de la vieja Tierra, los cuales no solo lograron adaptarse y sobrevivir a un mundo desconocido, sino que consiguieron evolucionar y prosperar creando una asombrosa civilización de paz y armonía. Pero hubo algo que rompió el equilibrio que tanto trabajo había costado crear, y a pesar de no olvidar los errores cometidos por nuestros primeros padres, no pudimos evitar caer en algo tan antiguo como el mundo.
— ¿El qué? —preguntó Salek lamentando al instante su inoportuna intromisión en la narración de la reina.
—La tentación, queridos huéspedes… la tentación. La tentación del poder, de la avaricia, del egoísmo, de la perenne insatisfacción de lo que ya poseemos, y la corrupción de uno de los mayores dones que nos puede otorgar la sabiduría del conocimiento: la humildad tanto de nuestras mentes como de nuestros actos.
— ¿Cómo un pueblo como el vuestro…?
—Querido huésped, por aquel entonces éramos humanos tanto de forma como de fondo. No éramos lo que somos ahora.
—Pero, ¿qué puede hacer cambiar tanto a un pueblo?
—Cuando uno ignora lo vulnerable de su naturaleza, y olvida que es solo una diminuta parte de un todo que va mas allá de su conocimiento, es fácil presa de sí mismo, de sus deseos y caprichos.
—Entiendo.
—A pesar de nuestro gran saber de entonces, no pudimos ni prever ni protegernos del desastre, y un cataclismo azotó mi mundo. Aun así, logramos sobrevivir. Un meteorito arrasó una importante parte del planeta. Muchos de los nuestros perecieron y los que sobrevivieron, mucho tiempo después, tras superar las más terribles penalidades, descubrieron algo insólito… algo nunca visto por mis antepasados: la oscura sustancia depositada por el meteorito, a la cual bautizamos con el nombre de erud, «lo imprevisible». Pronto averiguamos que poseía muchas propiedades inmunológicas y fortalecedoras de la salud, pero había una que destacaba sobre las demás. Tenía la capacidad de alimentar las tendencias psíquicas y de pensamiento de un individuo.
—Con propiedades inmunológicas, ¿os réferis a la prevención de enfermedades? —preguntó Salek.
Mientras que el néctar de Vignis era un retardador de la vejez y el elixir de Vitava era un regenerador celular que prolongaba la vida, en teoría, indefinidamente, aquella sustancia denominada erud se podía calificar como un «protector de la salud» contra las epidemias y enfermedades. Algo extraordinario.
—En efecto.
— ¿Tendencias psíquicas? —preguntó Nika.
—Si un sujeto era proclive a las cosas materiales y su utilidad, el erud potenciaba aún más esta inclinación cognitiva.
— ¿La potenciaba?
—Exacto. Si, por el contrario, el individuo se inclinaba por una visión más espiritual de la realidad en la que se desenvolvía, esta se agudizaba. En otros casos, si las pautas de conducta del sujeto tendían a la vida contemplativa, a la observación y al aprendizaje, el erud lo inducía a seguir este camino o senda personal.
—Como los Itsos.
—Cierto, como los Itsos —corroboró Nika, aturdido.
—Pero en el erud no todo eran ventajas, como averiguaríamos más tarde… demasiado tarde quizás. Su capacidad de ser sintetizada o reproducida con las mismas propiedades era nula. Creaba una adicción incurable y, lo que era peor, su cantidad era limitada, y cada vez quedaba menos. No obstante, logramos crear y aplicar una tecnología que ha perdurado hasta nuestros días. Los conocimientos Itsos de la célula y la materia, nuestros conocimientos de la luz, y las bioarmaduras de los Koperian son derivados aplicados del erud en su origen, aunque más evolucionados. Esto fue lo que provocó un cisma en los pueblos primigénikos, formándose tres nuevas razas que lucharon por el control del erud, cuyo origen nos fue siempre desconocido por completo —explicó la reina.
—Los Koperian, los Itsos y los Corláridas —confirmó Salek completamente fascinado por las palabras de la reina.
—Los Koperian decidieron adueñarse de las reservas de erud comportándose con una violencia y crueldad inimaginable con nosotros. No éramos rivales y ellos lo sabían. Sin embargo, logramos inocularles una enfermedad que nos permitió escapar. En realidad, hicimos que ellos mismos se la provocaran, aunque no sin sacrificios por nuestra parte. Nos vimos obligados a renunciar al erud y huir. No fuimos capaces de destruirlos. Nadie puede hacerlo.
—Entonces nada puede hacerse… —murmuró un desolado Salek.
—Aquel al que llamáis Conde ha iniciado el fin de vuestra raza, debéis ser conscientes de ello.
El dolor reflejado en sus ojos conmovió a la reina que, sin embargo, no dejó traslucir ninguna de sus emociones, despertando una oscura inquietud en sus huéspedes.
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